En Chile ya no hay una palabra que sea capaz de describir con precisión lo que sucede con el caso Democracia Viva. Si todo esto hubiera pasado en España, ya se hablaría en las calles del «pesebre» que tenía montado Revolución Democrática. En Argentina harían lo mismo, pero usando la palabra «curro». Antes sí teníamos expresiones capaces de explicar este caso, pero han entrado en desuso: «chanchullo» y «arreglín». Me encantaría decir que su actual poco empleo se debe a la exigua frecuencia con la cual nos enfrentamos al fenómeno de la corrupción en política, pero no es así.
También me encantaría decir que en el caso Democracia Viva están involucrados solo un par de pelafustanes antofagastinos de quinta división en política que se aprovecharon de la falta de vigilancia en el manejo de los recursos públicos, pero tampoco es así. No solo porque el presidente de dicha ONG era nada más y nada menos que la expareja de la diputada Catalina Pérez, sino que también formaba parte de su directorio Juan Pablo Luna y del consejo asesor Kathya Araujo, dos de los intelectuales más influyentes de la izquierda. Con esto último, no pretendo sugerir que Luna y Araujo se hayan beneficiado de las cuestionables prácticas de Democracia Viva —es más, se han visto directamente perjudicados—, solo quiero mostrar la importancia de este organismo al interior de la izquierda.
Esto me lleva al tercer deseo no correspondido de esta columna: me encantaría decir que el caso Democracia Viva es un hecho aislado y no una práctica política endémica de la nueva izquierda. Pero el gurú del Frente Amplio, Iñigo Errejón, obliga a inclinarme por la segunda alternativa cuando en 2017 habló de la necesidad de «dejar sembradas instituciones populares para refugiarse cuando gobierne el adversario» porque «la militancia no se sostiene sólo del aire». No se le ocurrió a Errejón que la militancia viviera de su trabajo y no de los chanchullos del Estado.
El caso Democracia Viva no solo debe servirnos para evidenciar la falsa superioridad moral del Frente Amplio o el nulo celo con el que se manejan los recursos de todos los chilenos. También debe ser útil para avivar la sospecha hacia quienes no pueden hacer otra cosa que vivir de la política, siendo el ejemplo más paradigmático el del actual presidente de la República.
Es cierto que la política es una vocación noble, un arte que se debe cultivar y un oficio cuyo aprendizaje precisa de tiempo. Pero nadie debería esgrimir estos motivos para hacer efectiva su pretensión de vivir por siempre a costa del dinero ajeno. Max Weber trazó claramente las dos formas de hacer de la política una profesión: «se vive “para” la política o se vive “de” la política». Vive “de” la política «quien trata de hacer de ella una fuente duradera de ingresos». Lamentablemente, no debería sorprendernos el caso Democracia Viva, pero esto no significa que no deba indignarnos.
Columna de Juan L. Lagos, Investigador de la Fundación para el Progreso.