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Ayer fue el día mundial de la concienciación sobre el autismo, y, como todos los años, decidí escribir al respecto, pues es una realidad con la que vivo hace varios años. Lucca, mi hijo, fue diagnosticado con Trastorno del Espectro Autista (TEA) a los 3 años, aunque sus signos se hicieron evidentes casi un año antes del diagnóstico.

Él tenía dos años cuando empecé a sospechar que tenía algo distinto. No se comportaba como los otros niños, caminaba en puntas de pie, movía sus brazos como si quisiera volar y no hablaba. Tampoco respondía a su nombre ni hacía contacto visual. Sumado a eso, tenía episodios de pataletas varias veces al día, y era un poco irritable.

Comencé a investigar y me encontré con la realidad de un país subdesarrollado en la cara: en Chile no diagnosticaban a los niños antes de los 3 años, si es que tenías la suerte de encontrar un profesional medianamente competente que se atreviera a hacer un diagnóstico de ese tipo.

Decidí llevarlo al fonoaudiólogo porque me preocupaba que a los 2 años no hablara ni una palabra. Ahí le hicieron varias pruebas, y otras tantas a mí, pues él no podía responder. Una de ellas me llamó la atención. El famoso “M-Chat”, que, según averigüé después, se usa justamente para diagnosticar autismo en menores no verbales.

El fonoaudiólogo no me dio un diagnóstico, pues no era ese su trabajo. Al contrario, me dijo que los resultados no eran concluyentes, pero yo ya tenía claro que Lucca tenía autismo. Comencé a investigar y me encontré con la realidad de un país subdesarrollado en la cara: en Chile no diagnosticaban a los niños antes de los 3 años, si es que tenías la suerte de encontrar un profesional medianamente competente que se atreviera a hacer un diagnóstico de ese tipo.

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Debido a la ignorancia en el tema a nivel estatal, donde no existen políticas públicas para quienes viven con TEA, muchos médicos, ya sea por flojera, por falta de información o incluso por miedo a las reacciones de los padres, simplemente no diagnosticaban a los niños con autismo. En cambio, daban diagnósticos ambiguos o incorrectos, siendo la disfasia el más común.

Tuve suerte. La neuróloga que vio a Lucca no anduvo con rodeos y me confirmó el diagnóstico que yo ya tenía claro. Lucca tenía autismo clásico, que, en palabras simples, es un autismo “de libro”.

Me puse como meta que Lucca tuviera una vida normal, no tratarlo como un niño especial ni malcriarlo solo por el hecho de tener autismo.

De eso han pasado casi 9 años y la realidad en Chile sigue siendo la misma. No hay políticas públicas a nivel estatal, no existe un catastro de personas con TEA, y en el sistema público de salud es casi imposible conseguir un diagnóstico adecuado. Para qué hablar de terapias complementarias como fonoaudiólogo, kinesiólogo o terapeuta ocupacional, las cuales pueden llegar a significar un costo sobre los $100.000 semanales, por lo que muy pocas familias pueden costearlas, coartando así las posibilidades de apoyar a los menores con TEA y ayudarlos a alcanzar su máximo potencial.

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El caso de nosotros con Lucca fue distinto al de muchas otras familias. No tuvimos problema con el diagnóstico, y nos dedicamos a trabajar con lo que teníamos: ganas, tiempo y mucha paciencia. Me puse como meta que Lucca tuviera una vida normal, no tratarlo como un niño especial ni malcriarlo solo por el hecho de tener autismo. Durante unos dos años, Lucca hizo episodios de pataletas entre 15 y 20 veces al día, y aprendí a distinguir cuando estaba realmente descompensado y cuándo quería manipularme, porque no hay que perder de vista que los niños son, por defecto, manipuladores.

Entendí que la ignorancia de la gente no era su culpa, sino que era producto de un estado ineficiente, incapaz de instruir a su población sobre ésta y tantas otras condiciones, por ende, la gente no tenía por qué saber qué era el autismo.

También aprendí a ignorar los comentarios de cualquier persona que no estuviera capacitada en el tema, pues, como siempre he dicho, mi paciencia es para él y no para gente que no tiene idea de lo que significa lidiar con un niño con autismo cuando está en crisis. Recuerdo cuando Lucca lloraba en la calle, descontrolado, y la gente hacía algún comentario sobre el cabro chico mal enseñado y la mamá que lo deja llorar. Pocas veces pasó que alguien se acercó de buena manera a preguntar si necesitaba ayuda o si al niño le pasaba algo.  Al principio me enojaba, pero después entendí que la ignorancia de la gente no era su culpa, sino que era producto de un estado ineficiente, incapaz de instruir a su población sobre ésta y tantas otras condiciones, por ende, la gente no tenía por qué saber qué era el autismo. Por esa misma razón, quienes lidiamos con este trastorno a diario, nos dedicamos a educar a la gente sobre el tema.

Hoy, Lucca tiene 11 años, y lleva una vida bastante normal.  Es mi partner en todas, y vamos para todos lados. Es fanático de la playa –donde se hace amigo de todos los vendedores de cuanta cosa hay-, le gusta ir a conciertos, salir a comer, viajar, ir a jugar al parque y a las casas de mis amigos. No le molesta en absoluto la gente –gracias a que desde chico lo acostumbré a lugares muy concurridos y con harto ruido, aunque le molestara- y, si bien no es de los que invita a otros niños a jugar, no tiene problemas cuando otro niño lo toma de la mano en el parque y lo lleva a jugar con él.

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Es un niño independiente y funcional, que come, se viste y se baña solo; que ayuda en las tareas de la casatiene una forma particular de poner la mesa cuando vamos a almorzar– y, a veces, hasta me ayuda a cocinar y a lavar la loza, como cualquier niño de su edad.

Ha costado, no voy a mentir, pero las toneladas de paciencia y la perseverancia que hemos tenido como familia –y también gracias al apoyo de mis amigos- han rendido frutos. Lucca es un niño feliz y eso, para mí, es lo único que importa.

Que no quiera hablar es solo un detalle.

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