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Hace poco más de una semana, se celebró el XVIII Encuentro de Desarrollo Sostenible titulado “Cambio y Fuera. Último Llamado de Adaptación al Cambio Climático”, instancia promovida por Acción Empresas. Aunque parezca un título exagerado, la situación con respecto a este fenómeno es crítica. Según el Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático —la principal institución internacional para la evaluación de este tema— las cambiantes precipitaciones o el derretimiento de nieve y hielo vinculados al calentamiento global están afectando los sistemas hidrológicos, lo que impacta la disponibilidad del agua, así como su calidad.

En el caso de Chile, ya hemos sufrido algunas consecuencias vinculadas a este fenómeno. Por ejemplo, durante 2015 ocurrieron las catastróficas inundaciones en la Región de Atacama donde murieron 31 personas. Este evento nos hizo aparecer en el índice de Riesgo Climático 2017 como uno de los 10 países más afectados por el cambio climático.

¿Podemos hacer algo ante este panorama? La respuesta es sí. Existe un consenso científico acerca de que las causas del cambio climático actual están vinculadas a la intervención humana asociada a la emisión de gases de efecto invernadero. Por lo tanto, si el factor humano produjo mayoritariamente esta situación, un cambio cultural, ya sea en nuestro modo de producir como de consumir, puede aportar a disminuir la huella de carbono —medida estándar utilizada en todo el mundo para cuantificar el impacto de las actividades del ser humano en términos de gases de efecto invernadero emitidos— producida por la economía global.

Lo anterior implica cuestionarse algunos de los supuestos del llamado “paradigma tecnocrático”, descrito por el Papa Francisco en su encíclica Laudato Si, que ha definido la forma de entendernos dentro del mundo y de relacionarnos con nuestro entorno en el último tiempo. Este paradigma, en síntesis, implica la visión de que el ser humano debe simplemente dominar la naturaleza mediante la técnica, utilizando sus recursos hasta el límite de su capacidad e incluso más allá, sin considerar el valor propio de cada elemento de nuestro ambiente. Esto conduce a una forma de producir y consumir que no reflexiona sobre los impactos ambientales de las actividades humanas, o disminuye su importancia, dado que lo realmente relevante es el beneficio material directo que se obtenga.

Por lo tanto, superar este paradigma tecnocrático supone una idea antropológica donde el ser humano se perciba interconectado con el sistema natural e incluya la ética en su toma de decisiones técnicas. De esta visión, se desprenden modos de producción y de consumo más respetuosos del medio ambiente. Ya hay casos de empresas en el mundo y en nuestro país que han incorporado estos criterios. Canon, por ejemplo, recolecta impresoras multifuncionales usadas, separa sus distintas partes, reemplaza aquellas deterioradas y vende el producto remanufacturado asegurando la misma garantía de calidad que los productos originales. De esta forma, reutiliza una proporción de sus materiales y, con ello, reduce las emisiones de gases de efecto invernadero asociadas a la obtención de materias primas, la confección de partes y la manufacturación de un producto nuevo.

Una vida económica que respete estos principios de ecología integral es un esfuerzo de largo aliento, ya que la influencia del “siempre se ha hecho así” es persistente en las acciones humanas. Por lo mismo, los cambios estructurales, si bien son necesarios, no son suficientes. Como ya mencioné, es necesario colocar a la ética en el centro de las consideraciones económicas y técnicas. En concreto, tenemos que tomarnos en serio la solidaridad intergeneracional, que es la responsabilidad que tenemos de dejarles a las generaciones futuras un planeta habitable en donde todos puedan tener una vida digna.

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