En las últimas semanas, resurgió una polémica que había quedado suspendida con la renuncia de su protagonista, Irina Karamanos. Luego del funeral del expresidente Sebastián Piñera y las reacciones a la figura de Cecilia Morel, algunos miembros de la derecha propusieron restituir el cargo de primera dama ya eliminado por la expareja del presidente Gabriel Boric. Como respuesta, Karamanos acusó la idea de “oportunismo político”.
Las respuestas ante esta discusión han sido variadas y existen múltiples formas de analizarlas. Sin embargo, algo muy interesante es la mentalidad de la actual TEDwoman. Con ello me refiero a que es legítimo creer que en la actualidad un cargo así parezca obsoleto, dado que hoy las parejas se configuran distinto, haciendo que la figura de primera dama no se ajuste a las nuevas realidades. Sin embargo, no deja de asombrar que alguien que dijo incomodarse tanto con el poder, lo haya impuesto como pocas veces lo hemos visto, desde un cargo que jamás se previó como uno de autoridad política.
Si hacemos memoria, la ex primera dama dijo para la Revista Vein que ella “utilizó el poder para desarmarlo”, refiriéndose a que, de alguna manera, nunca buscó tener poder. En la misma entrevista, Irina comentó lo curioso que le parecía que una institución exista solo en virtud de la calidad de “pareja” del presidente. A esto le agregó que “hoy podemos votar por líderes mujeres, en cambio, una primera dama no es una figura electa”, por lo tanto, Karamanos concluye que “y si no fui electa para gobernar no voy a gobernar”. Ahora bien, es posible que no se sintiera cómoda gobernando -lo cual siempre estuvo fuera de sus funciones, dado que es un empleo ad honorem y protocolar- pero sí se sintió cómoda tomando decisiones que no le correspondían sin siquiera consultar la opinión del resto de la población. Si tomamos en cuenta que según la encuesta CADEM el 54% está de acuerdo con restituir la función de primera dama, la postura de Karamanos sobrepasa la egolatría y la grandiosidad. De alguna manera, no existe nada más antidemocrático que eliminar un elemento tradicional por el simple hecho de estar en desacuerdo.
Junto a esto, quizás es necesario recordarle que fue ella misma quien nombró la institución con su propio nombre denominándolo el Gabinete Irina Karamanos. Nombrar un “ministerio” a su nombre no significa desmantelar algo, sino imponer su persona a una institucionalidad que trasciende a sí misma. Este ímpetu ególatra y narcisista, bastante repetitivo en la actual élite política, da cuenta de la total ignorancia de su posición y de la existencia de elementos tradicionales que trascienden a su persona. El disentir con alguno de ellos o no comprender su razón de ser, no autoriza a nadie para eliminarlo. Sin embargo, lo más grave es la total incomprensión respecto a los principios y objetivos que les subyacen. Le sorprenderá a Irina que estas instituciones nunca se erigieron para entregarle poder, sino para ofrecerle un espacio de servicio al país.
El caso de la primera dama da cuenta de un mal inserto en los nuevos tiempos y las nuevas generaciones. Con la intención de cuestionar, modernizar y flexibilizar ciertos aspectos de la sociedad, pecan de ese absolutismo grandioso que solo le obedece a la propia ignorancia. Así como decía Ortega y Gasset “no es que el vulgar crea que es sobresaliente, sino que el vulgar proclame e imponga el derecho de la vulgaridad, o la vulgaridad como un derecho”. Irina no tiene excusas para encubrir su propia arrogancia oportunista y solo nos entrega una nueva oportunidad para reflexionar sobre la importancia de nuestras instituciones y sus límites al poder.