Libertad y Desarrollo
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Publicado en El Líbero

Entre marzo y abril nuestros bolsillos se percatan del pago de impuestos, primero por los permisos de circulación, y luego por la primera cuota de las contribuciones y el impuesto a la renta. Sin embargo, pagamos bastante más impuestos durante todo el año con nuestro consumo en general, y más aún con el de bebidas, combustibles, créditos bancarios y nuestros “vicios” (cigarros, alcohol y juegos de azar). Basta constatar que en 2017, el impuesto a la renta representó un 40% de la recaudación total del gobierno central, y los llamados impuestos indirectos (gravámenes a los actos que realizamos) el otro 60%. Si agregamos los municipales, esa proporción sube a 63%. Como resultado de ambos tipos de impuestos, un trabajador con un ingreso inferior a $640.000 mensual, exento de tributo a la renta, trabaja en torno a dos meses y medio para el fisco. El que está en el tope imponible ($5.700.000), y que gasta gran parte de lo que gana, trabaja cerca de cuatro meses del año para financiar al Estado.

Primera conclusión: pagamos hartos impuestos, considerando como tales sólo aquellos pagos por los que no recibimos una prestación directa a cambio. Ahora que se piensa  revisar el tema tributario, una buena medida sería crear mayor conciencia sobre los impuestos que pagamos, separando en nuestras compras el costo de éstas de lo que el vendedor retiene para el fisco. De esta forma sabríamos que cuando el Estado asume un gasto, son nuestros bolsillos los que financian.

Volviendo al impuesto a la renta, que a partir de ahora se regirá totalmente por lo establecido en la reforma tributaria de 2014, los dolores de cabeza para los tributaristas, los contadores y el propio Servicio de Impuestos Internos han sido importantes. En lo personal, con esfuerzo había logrado entender la lógica y la operación del sistema anterior, pero ahora me declaro incompetente absoluta en la materia; sólo me queda confiar en mi contadora y en lo que el SII le mande. La necesidad de simplificar es más que evidente.

Algunos han sugerido, en pro de la simplificación, la desintegración total entre el impuesto al trabajo (Segunda Categoría) y el impuesto al capital. Es cierto que podría ser más sencillo, pero al costo de hacerlo menos equitativo, ya que en ese caso el impuesto al capital (a los dividendos) dejaría de ser progresivo y sólo tendría esa característica el impuesto al trabajo, atentando contra del objetivo de que los que mejor viven, más paguen.

Recordemos la lógica de eficiencia y equidad que tenía el sistema integrado anterior, atributos claves de un sistema impositivo, y que deberíamos buscar recuperar. Eficiencia, porque aquella parte de las utilidades que se destinaba al ahorro y la inversión, generando crecimiento y mejores condiciones a los trabajadores, sólo pagaba impuesto de Primera Categoría, ya que no era parte de lo que el dueño del capital destinaba a sí mismo, y, por ende, quedaba fuera de su Global Complementario. Equidad, porque en la medida que los ingresos del capital financien el gasto de sus dueños, deben pagar una tasa progresiva. Efectivamente, había que avanzar en que no se disfrazaran gastos como ahorro y en incentivar el ahorro de los trabajadores, pero no a través de castigar el crecimiento de las empresas. Es necesario reiterar que subir la tasa del impuesto a las empresas no equivale a hacer pagar a los ricos, ya que el impuesto a la empresa no sólo lo pagan sus dueños, sino también sus trabajadores y consumidores, producto del efecto en precios de bienes, salarios y contratación.

Parece muy importante, entonces, que en este nuevo proceso de reforma tributaria que se avecina se conjuguen de mejor forma las necesidades de simplicidad, eficiencia y equidad.

El lector pensará que falta lo más importante, la recaudación. Sin embargo, ésta es menos determinante de lo que parece a priori, ya que la reforma de Bachelet tampoco fue positiva en ese ámbito. Hasta ahora se recaudó bastante menos de lo esperado, y además,  en parte importante debido a los elementos transitorios de la reforma. Recordemos que se esperaban US$ 8.200 millones adicionales de recaudación, a lo que había que agregar los recursos provenientes del crecimiento económico, en total, unos US$ 12.900 millones. Pero dejando fuera la minería, afectada por la caída del cobre, la recaudación de impuestos aumentó sólo en US$ 7.700 millones entre 2013 y 2017, menos de un 60% de lo esperado. Y no sólo eso, la recaudación de IVA aumentó más que la del impuesto a la renta en el período. Si agregamos también que los impuestos a la repatriación de capitales y el impuesto sustitutivo al FUT recaudaron más de lo proyectado, la conclusión es obvia: el aumento del tributo a la renta fue mucho menos rentable para el fisco de lo que se esperaba y, por lo tanto, modificarlo es también menos costoso.

Existen varios ejemplos de países, Chile entre ellos, que han buscado sistemas tributarios simples y amigables con el crecimiento económico. Han logrado esos objetivos y la recaudación para el fisco ha llegado por añadidura. El corolario es que los gobiernos son, finalmente, los socios principales del crecimiento de las empresas.

María Cecilia Cifuentes
Panelista Faro Económico
Radio Agricultura

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