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El gobierno de Sebastián Piñera tuvo una primera buena semana a gusto de los analistas. Pero como es sabido, pocas cosas son más peligrosas que los excesos de confianza y este cuento recién comienza como para descuidar los objetivos de largo plazo. Uno de los más importantes, en lo político, será administrar las diferencias internas de su propia coalición al mismo tiempo que intenta plasmar los énfasis del gobierno en distintas materias.

Al igual que un profesor que realiza una clase, el gobierno debe conocer los caracteres de quienes se sientan en el sector –y que le permiten gobernar–, para dirigir la clase a buen puerto sin siestas ni expulsados. Pero muchos profesores olvidan su objetivo primario (transmitir contenidos y provocar sed de conocimientos), dejándose arrebatar en el intento de lograr cuestiones accesorias o simples espejismos. Se desesperan, por ejemplo buscando un aula quieta y silente (que a veces parece más un cementerio) o sueñan con la cercanía total con sus alumnos en el nirvana del profe buena onda.

El gobierno también tiene la tentación de buscar una coalición silente y ordenada o de aspirar a la buena onda del mundo twitter, pero en ambas olvidaría que fue elegido –y con un histórico 55%– para gobernar con sus ideas. Desde luego que en muchas materias deberá buscar consensos, porque esa votación no implicó que obtuviera mayoría en las cámaras, por tanto la pregunta es ¿cuál será su sello y dónde buscará transmitirlo?

En lo discursivo, el énfasis se mantiene en la idea de una “nueva transición” y además la solución rápida de los temas polémicos, como por ejemplo es la tramitación de la Ley de Identidad de Género.

Los primeros actos dicen mucho: la reestructuración del SENAME, la búsqueda de grandes acuerdos en temas prioritarios, el énfasis en la reactivación de la economía y el rápido actuar en Carabineros –entre otros–, nos hablan de eficiencia y buena gestión. En lo discursivo, el énfasis se mantiene en la idea de una “nueva transición” y además la solución rápida de los temas polémicos, como por ejemplo es la tramitación de la Ley de Identidad de Género. Ambos, aunque ofrecen las mayores oportunidades, esconden a su vez riesgos no menores.

El ejemplo de la tramitación del proyecto de Identidad de Género es un tema caliente que, por apurarlo, podría complicarse. El oficialismo se ha comportado con tranquilidad pese a las ambiguas y disímiles alternativas que se han planteado desde el gobierno para solucionar la tramitación del proyecto. Salvo la presidenta de la UDI, muchos de quienes se oponen al proyecto como se ha planteado, han guardado un paciente –y estoico– silencio ante lo que ya podría calificarse de idas y venidas del gobierno. La tentación en que podría caer el ejecutivo es buscar abuenarse con la opinión pública –aunque quizás sea la twittera– por sobre su sector y olvidando lo que está en juego (incluso incluir a los niños menores de 14 años al proyecto). ¿Qué sentido tiene revolver su sector en algo tan sensible, cuando el presidente, además, fue claro durante la campaña? Privilegiar la rapidez, buscando esquivar el bulto, puede fracturar una coalición cuando el partido no lleva ni cinco minutos.

En lo relativo a la idea de la segunda transición, el mayor peligro lo constituye el hecho de creer que las críticas realizadas por parte de grandes sectores de la izquierda a la “transición 1.0” no puedan producirse respecto a esta versión “2.0”, aunque ahora por grandes sectores de la derecha. En otras palabras, que la derecha tenga también la disputa entre autoflagelantes y autocomplacientes, o entre aquellos que creyeron que se realizó lo que responsable y políticamente se podía hacer en esos momentos enfrentados a quienes creen que se pudo mucho más. Algo de esto ya ocurrió al finalizar el primer gobierno de Piñera, en que algunos criticaron que se terminó gobernando con ideas ajenas.

Una transición enfocada sólo en los acuerdos y no en el contenido será puramente formal, como la clase silente pero muerta.

La trampa está en confundir la forma con el fondo, mirando las transiciones –y la política, por lo tanto– como la búsqueda de un equilibrio en que los intereses contrapuestos se nivelan, renunciando ambas partes a algo que las hace estar un poco más lejos de su pretensión inicial. Análogamente a la oferta y la demanda, hay un equilibrio que alcanzar que está lejos de mi ideal y que, por lo tanto, o me adecúo a él o no puedo participar. Ese equilibrio entre fuerzas (forma) es una parte menor de la política, pues ella en sentido cabal se refiera a establecer y hacer operativo qué es lo mejor para nosotros (fondo). Aquello implica, en primer lugar, convencer acerca de esas alternativas que son mejores. Desistir antes de empezar sería renunciar a la política misma.

Por eso gobernar se parece a enseñar, porque lo relevante no es una clase tranquila ni estar ante un profe buena onda, sino que se refiere a contenidos e ideas. Una transición enfocada sólo en los acuerdos y no en el contenido será puramente formal, como la clase silente pero muerta. El riesgo, a la larga, es matar la propia coalición por renunciar a persuadir desde las propias ideas y abocarse al equilibrio de los acuerdos.

Antonio Correa
Vicepresidente ejecutivo de IdeaPaís

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