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En su obra Momentos estelares de la humanidad, Stefan Zweig relata en catorce fragmentos acontecimientos que trascenderán el instante por las más diversas razones. Su destreza literaria nos sumerge en la muerte de algún personaje importante, en un descubrimiento o en la creación de una obra de arte que, además, sirven al autor para proyectar alguna de esas preguntas a las que el hombre vuelve una y otra vez a lo largo del tiempo. Por eso, el fragmento El genio de una noche no se refiere sólo a cómo Rouget de Lisle creó Canto de guerra para el ejército del Rihn (conocido luego como La Marsellesa), sino que también remarca la compleja relación que existe entre el autor y su obra artística: ¿le pertenece? ¿es acaso totalmente suya? ¿qué tanto debemos conocer al autor para comprender la obra? ¿debe ella obedecer a sus designios o, por el contrario, la obra terminada adquiere vida propia?

La interpretación de la obra artística –también la humana en general– es un tema central que cruza toda la academia, pero que también está presente en la cotidianeidad de la vida pública. Hoy, por ejemplo, se discute si acaso Pablo Neruda debe o no ser enseñado y reconocido, pues su autobiografía incluye el relato de una violación que el poeta habría cometido. Hay quienes han intentando denostar la obra del filósofo Martín Heidegger por su eventual nazismo. Películas están siendo vetadas por todo el mundo a raíz de las conductas de sus protagonistas fuera de la pantalla. Quizás la cuestión está en que, junto al problema de la interpretación de la obra humana, hay otro tema que dice relación con su carácter simbólico y en cómo el autor o la obra adquieren una carga que los implica mutuamente.

Para Zweig el himno de guerra compuesto por Rouget de Lisle además de tomar vida propia –ni el derecho del padre a nombrar a su hijo le fue respetado– adquirió un simbolismo lejano al que el autor le habría dado. El abismo entre ellos es radical, tan radical como la fuerza del símbolo en que se convirtió: “el creador del himno de la Revolución no tiene nada de revolucionario. Por el contrario, aquel que como ningún otro impulsó la Revolución con su canto inmortal, querría ahora reprimirla”. Quizás la canción es arte, pero no hay duda que llegó a ser emblema.

El relato nos interpela a considerar la dimensión simbólica de la creación humana. Nos deja caer la pregunta de si acaso debemos distinguir obras artísticas y obras simbólicas: junto a su –posible– carácter artístico, las define su estampa de insignia. Nacen producto de una ola y no de la acción individual, por lo que la disputa por redefinirlo –si acaso es posible– requiere conducir una fuerza social equivalente en otra dirección. Su complejidad se resiste a las simples afirmaciones o la prohibición legal –en el caso de La Marsellesa la fortaleció–.

Cada cierto tiempo surgen movimientos sociales que denuncian realidades por considerarlas injustas. Esos movimientos son como una ola se componen de muchos elementos y su dirección arrasadora no es fácil de cambiar. Siempre parten de algo compartido por todos, una especie de verdad indubitable, pero que no los definen completamente pues el símbolo es la dirección de esa ola y no su simple existencia. Ya sea su punto de inicio los altos costos de la educación, los delitos cometidos contra mujeres o la violencia contra personas por su orientación sexual, la dirección simbólica que adquieren sobrepasa a esos hechos que constituyen sus detonantes. Por lo mismo es absurdo juzgarlos o plegarse a ellos atendiendo aquello que los generó independiente de su finalidad. Análogamente, ningún sentido tendría evaluar La Marsellesa por su autor desatendiendo lo que llegó a representar –su significado simbólico–.

Al usar los diversos símbolos que cruzan nuestro debate político es necesario considerar que éstos se nos presentan ya cargados de contenido e inclinados a una finalidad propia. Usarlos es aceptarlos, no por su belleza artística, sino que por lo que representan y promueven. Podemos gozar del arte de un Canto General, sin asentir las bajezas del individuo Neruda; pero nadie se tatuaría la hoz y el martillo, cruzados sobre el brazo, aduciendo recordar la vida campesina. Querer redefinirlos exige tener una fuerza social suficiente como para contrarrestar oleaje y reconducirlo. Por eso, al izar la bandera del orgullo gay o sumarse a los movimientos feministas, hay que ser consciente de las dificultades que implica. Es absurdo pretender que por la mera declaración de no compartir la finalidad la ola no los ahogará –como siempre lo ha hecho– y sus palabras no serán silenciadas.

Podemos imaginar el ridículo que nos parecería si Rouget de Lisle hubiese intentando arrebatar su canción a la revolución, explicando que si bien compartía el origen su finalidad era otra.

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