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El martes pasado se dio urgencia al proyecto de ley presentado hace cuatro años por los diputados del Frente Amplio, Gabriel Boric, Giorgio Jackson y Vlado Mirosevic, que busca reducir la dieta parlamentaria. Haciendo eco de lo anterior, el Presidente Sebastián Piñera confirmaba –en entrevista con un medio radial de Tarapacá– que “las dietas parlamentarias en Chile, igual que los sueldos en muchos otros sectores y empresas públicas, son demasiados altos para las necesidades y urgencias que tiene el país”, desatando más de una molestia en parte importante del oficialismo.

Si bien se habla de la dieta ―junto al fuero parlamentario― como un privilegio, en rigor esta medida se instituyó para que los parlamentarios gozaran de independencia en el ejercicio de sus cargos, por lo que tenía sentido promover el ejercicio de los cargos públicos a cambio de una retribución económica en un contexto en que quienes accedían a ellos eran personas de clases acomodadas, económicamente independientes y con tiempo libre. La dieta nació, entonces, para resolver principalmente tres cosas: que cualquier persona pudiera dedicarse al trabajo legislativo; que esta remuneración fuera lo suficientemente alta para que no fueran capturados por grupos de interés; y, por último, que personas con excelente nivel y preparación se dedicaran a la política formal.

Sin embargo, hoy en día pareciera que muchos han olvidado el sentido último de esta medida. Buena parte de Chile Vamos, de hecho, se opuso tenazmente a su rebaja. Más allá de los argumentos que se refieren a discusiones secundarias, Chile tiene una de las dietas parlamentarias más altas de la OCDE. De hecho, la misma Comisión Engel propuso su reducción en un 20%, con una consideración de una asignación por título y estudios de pregrado (5%) y posgrado (5%), sin que esta asignación exceda en total el 10% de la dieta.

Es cierto que la actividad parlamentaria debe ser expresión de un trabajo profesional como cualquier otro, pero su naturaleza no puede confundirse con una actividad particular en la que no existen límites para el enriquecimiento personal. Se trata de una función pública que requiere el escrutinio y la regulación de todos. En efecto, quienes estén dispuestos a trabajar por el país, deben realizarlo por una real vocación por la búsqueda del bien común y no solamente por consideraciones individuales, por más legítimas que éstas sean.

Muchos creen que esto genera barreras de entrada a personas que, teniendo la vocación pública, prefieren dedicarse a otras ocupaciones, dado el alto costo de oportunidad que les significaría trabajar en el parlamento. No obstante, quienes piensan así olvidan que, aunque su dieta se rebajara a la mitad, igual seguirían siendo parte de una “élite” con sueldos muy altos en relación al común de los chilenos.

Según las cifras de la Encuesta Suplementaria de Ingresos del INE (2016), solo el 1,2% de los trabajadores obtiene montos sobre los 3 millones mensuales ―bastante alejado de los 5 millones mensuales que propone el proyecto―, sin contar con que el ingreso promedio de las personas con educación universitaria alcanza los 948 mil pesos mensuales. Tanto así que incluso personas con postgrados perciben ingresos promedio de $1.676.000, por lo que es poco probable que personas de un excelente nivel descartaran una carrera como diputado versus en otra actividad.

En suma, algunos sectores han olvidado que la política tiene mucho de símbolo y que, por lo mismo, no solo es importante garantizar la independencia de las funciones públicas para un buen gobierno, sino ante todo “empatizar” ―no desde un plano superior― con la ciudadanía, asumiendo un estilo de vida más austero que permita que la actividad política tenga mayores niveles de coherencia con los desafíos de la desigualdad, la exclusión y las grandes necesidades que tiene la mayoría del país.

Si bien es necesario analizar el proyecto y sus detalles, el debate sobre la rebaja a la dieta parlamentaria deja al descubierto que existe un grave problema de comprensión política, que está directamente relacionado con la naturaleza de la función pública: trabajar por el bien común en nuestro país requiere ciertos estándares a los cuales nuestros representantes deben estar acogidos, que les permitan empatizar con el común de las personas y con motivaciones que vayan más allá de las personales.

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