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Ya es por todos conocida la historia de los escándalos que han sacudido a carabineros y los lamentables sucesos que han hecho perder la confianza a un gran porcentaje de la población, pero no tanto por el trabajo que hacen, sino por la seriedad y profesionalismo con que se llevan a cabo distintos procesos al interior de la institución. A ello se han sumado, recientemente, las acusaciones por tráfico de migrantes a dos cónsules chilenos y los problemas suscitados entre dos máximas autoridades de la Contraloría General de la República.

Este último representa un problema serio a la institucionalidad de un organismo independiente y que debiese tener una conducta impecable, en su rol de fiscalizador de la legalidad de los actos de la administración pública, inspirando seriedad y respeto a la ciudadanía.

Para contextualizar, en agosto del presente año, el contralor Jorge Bermúdez despidió a la subcontralora Dorothy Pérez. Sin embargo, esta última presentó un recurso de protección ante la Corte Suprema, revirtiendo dicha decisión ―con un “marcador” de 8-0―, obligando a Bermúdez a reincorporarla a sus funciones, aunque con una serie restricciones que dificultan el trabajo conjunto entre ambos. Por su parte, Bermúdez no conforme con ello, se desahogó el fin de semana pasado en una entrevista señalando que “todos los días piensa renunciar” y que no lo hace porque no tiene la más mínima intención de dejar su cargo en manos de Dorothy Pérez. ¿Qué clase de mensaje puede estar entregando el contralor, como autoridad máxima de una institución, en donde su cabeza piensa todos los días en que no quiere estar ahí, y que no se va porque no quiere que la que debiese ser su mano derecha “gane” esta disputa?

El actuar del contralor nos plantea la duda sobre la imagen que quiere proyectar de la institución que representa. Por un lado se comunica con la ciudadanía a través de  un personaje animado (“contralorito”), y por otro remata con esta pataleta, que nos hace preguntarnos: ¿Qué clase de institución creerá que es la contraloría?

A todas luces, el espectáculo de Bermúdez, que él mismo reconoce que ha afectado mucho a la institución, parece más una teleserie de algún canal nacional, lo que desprestigia hondamente a las instituciones del Estado. Bermúdez, que no mide consecuencias ni capta cómo su sentimentalismo afecta a su institución, pareciera no querer aceptar una derrota. El problema es, sin embargo, que el capricho individual implica un desprestigio institucional.

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