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Por Matías Fuenzalida

Gonzalo Montiel patea firme y rasante su lanzamiento penal. Es el último, el de la gloria. Lloris, el portero francés, solo la ve pasar. Argentina grita campeón después de 36 años, tras una de las mejores finales de la historia de la Copa del Mundo. Lionel Messi, que observaba todo desde la mitad de la cancha, cae de rodillas y mira hacia el cielo. Sus compañeros lo abrazan. Saben que él los empujó para lograr esta hazaña. “Después de esto, ya no hay más nada”, declaraba Nicolás Otamendi en una transmisión en vivo desde el camarín. Cae la noche cerca de Doha, se ven algunas luces en medio del desierto y también los modernos edificios que miran hacia el Golfo Pérsico.

Termina la versión 22 del certamen organizado por la FIFA. Todo había comenzado hace 29 días, en medio de una nube de graves acusaciones, intentos de boicot, muertes y fuertísimas críticas al régimen musulmán que gobierna Catar hace más de 100 años. Falta de libertades, políticas de trabajo abusivas y casi nulo reconocimiento a los derechos de las mujeres, eran solo algunos de los dardos que recibió la organización. Y esto, sin contar lo escandaloso de la elección de esta sede en 2010, con causas de sobornos y corrupción a alto nivel que aún siguen abiertas.

Pero comenzó a rodar la pelotita. En un país lejano y disfrutable solo para los millonarios. Con poco ambiente en las calles y complicadas condiciones para los fanáticos con menos recursos. Un pequeño rincón del planeta cubierto de arena que tuvo la suerte de convertirse en una fuente casi inagotable de petróleo y gas natural. Ahí se construyeron 8 maravillosos estadios, varios de ellos en medio de ciudades artificiales pero con una tecnología y diseño que nunca antes habíamos visto.

Dentro de la cancha esperábamos un poco más. Muchas selecciones llegaban con buen cartel y la mayoría de las figuras actuales del fútbol mundial, dirían presente. Algunos de ellos adolescentes, otros jóvenes y también las leyendas. Fue el mundial más goleador de todos con 172 anotaciones, aunque las potencias y los candidatos fuertes cayeron uno a uno. España y Alemania no alcanzaron a competir de verdad. Brasil y Portugal quedaron al debe. Solo podemos rescatar un puñado de compromisos donde se pudo ver a dos equipos en busca del triunfo sin transar. En el resto, casi siempre se pudo ver a una fuerza dominadora que intentaba filtrar férreos muros defensivos.

Hasta que llegó la final, el duelo más esperado, ese que suma nuevas páginas a los libros. Este sí debía ser el mejor partido, con las dos selecciones más consistentes del campeonato. Argentina, jugando cada vez mejor y precedida de una semifinal amenazante ante Croacia, enfrentaba a Francia, que parecía haberse guardado lo mejor para ir por segundo mundial consecutivo.

Tras 120 minutos, hubo 6 goles. Uno de Di María, dos de Messi y tres de Mbappé, que llegó al registro inédito de 4 tantos en finales del Mundo. La albiceleste dominaba y anotaba. Los galos, golpeados y desconcertados, miraban desde lejos cómo el joven Kyllian los devolvía a la vida. Una y otra vez. En los penales, Emiliano Martínez se ganó su lámina dorada en el próximo álbum de figuritas. Emociones desatadas desde el alargue hasta la última estocada. Fue la final que merecíamos los que estuvimos pegados al televisor desde el puntapié inicial. Los dos mejores equipos, las dos figuras frente a frente. Merecíamos un partido así para comenzar varios debates, que seguro durarán décadas.

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