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“Kill the poor” es uno de los mejores sketches de los comediantes británicos David Mitchell y Robert Webb. Para no matar también la gracia, búsquelo en Youtube y ríase de primera fuente. Lo que no me parece gracioso, sin embargo, es cómo la agenda política sistemáticamente viene matando a los pobres.

Los que empezaron fueron los partidos de derecha. En los años de la transición, sabiendo que el crecimiento económico es condición necesaria para la superación de la pobreza, los partidos de la otrora oposición, obnubilados con las destrezas de sus economistas Ivy League, se fueron olvidando para qué había que crecer. Lo único que importaba eran tres letras: PIB. Emular a Manhattan, Starbucks por doquier, súper autopistas y mucho tráfico. Todo un símbolo, como nos recordó el ministro Fontaine, de la libertad. Y los pocos que no se olvidaron de la pobreza, en otras palabras, de la razón de por qué había que crecer, fueron exiliados a las catacumbas políticas de algunas universidades y emprendimientos sociales.

La izquierda, en tanto, los mató hace poco y a todos de una vez ―al menos la derecha lleva casi 30 años en eso―. Atrás quedaron los gobiernos de la concertación y su política social. A la Nueva Mayoría le bastó tan solo una campaña presidencial y el debut del Partido Comunista para acabarlos. Los estudiantes del Frente Amplio, por su parte, nacieron, entre el yogurt e internet, creyendo que no existen ―Gabriel Boric parece ser el único que se salva―. Una izquierda confundida entre el constructivismo dialéctico y su superdotada sensibilidad, sacó a la pobreza del mapa y la reemplazó por la sacrosanta autonomía individual. Los únicos que quedarían son los fachos pobres. Existen individuos ahistóricos en situaciones socialmente diferentes, pero ser pobre, a lo más, sería un insulto discriminador. Lo importante ahora es construir cualquier categoría social que sea capaz de ser comentada en algún matinal. El caso de Daniel Zamudio, como lo revela Rodrigo Fluxá, es paradigmático. Ser pobre ahora ni siquiera es un dato.

En definitiva, vivimos en un país en donde los pobres políticamente no importan. No votan, no tuitean, no trabajan, no estudian y no marchan. Es decir, políticamente no existen. Quizás la razón se explique porque somos un país OCDE, porque rozamos los 25 mil dólares de PIB per cápita, porque aprobamos las mismas leyes que en Europa o porque ahora todos los derechos se pretenden gratuitos. No lo sabemos, pero con seguridad podemos darnos cuenta que la política, una vez más, dista brutalmente de la realidad.

El primer paso para la superación de la pobreza es reconocerla. Y la buena noticia es que, políticamente, aún se puede resucitar. Lo que no sabemos aún, empero, es quién tendrá el coraje para hacerlo y emprender el verdadero camino hacia el desarrollo.

Andrés Berg
Director de Investigación de IdeaPaís

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