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Luego de la muerte del cabo Óscar Galindo, la primera reacción que hemos visto por parte de las autoridades –y con toda lógica– es de rabia y dureza. Así, el gobierno ha anunciado penas más severas para los jóvenes que cometen delitos, propuestas de proyectos de ley que modifican la responsabilidad penal adolescente y el aumento de carabineros en las calles.

Sin embargo, surgen algunas preguntas relevantes que parecieran tener una cierta conexión entre sí. ¿Por qué un adolescente de 17 años tiene acceso a una subametralladora UZI? ¿Qué está pasando con el control de armas? ¿Por qué hay adolescentes que están cometiendo delitos a vista y paciencia de todos? ¿Qué medidas de política pública hay que implementar para mejorar la seguridad? ¿Qué hacemos para combatir el narcotráfico?

La primera reacción ante hechos como los ocurridos es completamente válida; pero debemos dar un paso a una segunda reacción que interrelacione las respuestas a las preguntas antedichas, con los hechos y los contextos sociales en que se desencadena estos lamentables casos. El “aumento de las penas” significa hacer “la vista gorda” a la prevención y endurecer las penas colapsando centros juveniles que simplemente no dan abasto; significa, en el fondo, que como sociedad no hemos dado por vencido y que, finalmente, hemos optado por mirar a muchos adolescentes como un peligro para la sociedad.

El gobierno ―que ha convocado en su primer mes de gobierno a una inédita Comisión por la Infancia― parece estar desorientado si piensa que subiendo las penas se van a solucionar los problemas relacionados con la delincuencia juvenil. Existen muchos jóvenes que ya viven sumergidos en un círculo vicioso de las drogas y entornos deteriorados, sin soportes comunitarios a los cuales acudir para construir proyectos de vida sólidos. Sin embargo, estas medidas contradicen las mismas conclusiones de la Comisión por la Infancia: ya sabemos cómo termina el Sename. Lo ocurrido la semana pasada es un claro ejemplo de lo anterior: un joven de 17 años que estuvo ocho meses detenido en un sistema que, en teoría, favorece la reinserción social, participando en varios programas de rehabilitación del Estado, pero que, al salir en libertad, vuelve a delinquir.

La prevención debe ser la respuesta clave. ¿Por qué buscamos curar la enfermedad cuando podemos apuntar a erradicarla de raíz? Cada vez que un adolescente ingresa al sistema significa que hemos llegado tarde. Ante todo, debemos concentrar los esfuerzos en ocupar los espacios públicos para el desarrollo de la comunidad, junto con dar espacios a los niños y adolescentes en la sociedad; en potenciar el sistema escolar para que pueda acoger a estos jóvenes a través de profesionales especializados, fortaleciendo y dándole más espacios a las familias. Y, sobre todo, no podemos pasar por alto que si la ley de responsabilidad penal adolescente tiene como principal objetivo reinsertar a los jóvenes en la sociedad a través de programas especiales, las penas debiesen ser entonces una oportunidad de dar herramientas a los jóvenes para salir de sus espirales de violencia, las drogas y el alcoholismo.

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